La caballería del tiempo
Jorge Muzam
Algo que aún me entusiasma es ingresar a bibliotecas privadas que llevan años o décadas cerradas. A veces sucede por desinterés creciente de las familias, porque crecieron los hijos y hay otras urgencias o por fallecimiento de quienes la formaron. Quedan ahí, cerradas con llave, con las cortinas corridas, detenidas en el tiempo, como un mausoleo del conocimiento.
Quien necesite a los libros como al aire, suele escribir notas sobre sus lecturas o sobre temas anexos estimulados por esas lecturas. Algunos les llaman bibliófilos, soñadores, locos o perdedores.
Suelen tener manías inexplicables, como dejar hojas secas o pétalos de una flor moribunda entremedio de gruesos volúmenes de Tolstoi o Dickens. Son asiduos miradores de ventanas, carraspeadores del silencio. Se levantan de su escritorio y caminan sin tener la certeza de que van por otro libro o solo a comprobar que no son estatuas.
Los viejos cajones de sus escritorios se llenan de hojas de oficio y fotocopias sobre temas que nunca volverán a ser consultados. Se inundan igualmente de boletos de colectivo, de facturas ya pagadas, de fotos de matrimonio, primera comunión, algún viejo amor o de vacaciones felices junto a un mar indescifrable. No es inusual que se atiborren de archivadores oxidados, de corcheteras sin corchetes, de llaveros pasados de moda y monedas desvalorizadas por la inflación. Suelen guardarse cartas que no fueron enviadas, cartas que no fueron respondidas, despidos laborales, cassettes que ya no hay dónde escuchar.
Sobre los escritorios y en los anaqueles, un juego de ajedrez interrumpido, y un orden que sólo podría explicar el que lo hizo. Ciencia ficción, Gerald Green, almanaques, obras completas de Wilde, un libro nuevo de Philip Roth y en la cúspide de esa montaña, un par de Selecciones del Reader Digest con las puntas de sus hojas dobladas. Más allá, en la esquina del último anaquel, un Quijote de bronce fundido con la lanza quebrada. En el cajón principal, muy al fondo, una Beretta descargada, aunque con sus balas muy cerca.
El aire sabe a libro viejo, a telaraña y olvido. Hasta los espíritus han sentido tristeza y se han alejado de ese lugar. Sin embargo, cuando ingreso con mi tumulto interno, un baño de colores se abalanza sobre la biblioteca. Entro con mi arrogancia, con mis tropas, con mi primavera, entro a restaurar la vida, el jolgorio, la poesía, y abro numerosos libros, para que las letras aspiren el tiempo que no ha sido en vano.